Sunday, August 30, 2015

Tenía pelo dorado


Quiero encontrarla nuevamente. Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. Quisiera haberla fotografiado, pero no tengo nada más que la memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminaban en el tiempo.
En el bolsillo llevo la postal “Gracias por esa tarde, Carlos. Te aseguro que eres un hombre fuerte.” Luego el dibujo de mi rostro con expresión de concentrada búsqueda y su nombre en el pié, como firma de autora.
Volví al domingo de finales de marzo en que se originó esa postal y el recuerdo extraño para un hombre de mi edad. Lo que había comenzado como un descubrimiento de luz en medio del otoño que invadía el entorno, había seguido como una deliciosa conversación sobre la creatividad y el arte, terminando con un despertar en la cama de mi dormitorio mirando el pelo rubio en esa tez morena, nacida de una princesa mapuche y un consultor de asistencia técnica alemán, enmarcando unos ojos verde celestes increíblemente luminosos que dormía desnuda, plácidamente a mi lado.
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El día estaba gris. Los días grises son extraños, porque hay luz, pero nada se ilumina, el sol se puede sentir, pero nada brilla a tu alrededor y el ambiente se torna tristón y poco estimulante.
El parque es largo, pero no ancho, es decir, desde un costado se alcanza a ver con nitidez lo que ocurre en el otro lado y entonces dominas todo el panorama a lo ancho, pero no a lo largo. Caminas – yo con mis años, lento – para ir descubriendo que hay más allá, hacia adelante. Por eso creo que caminar  por el parque es como ir por la vida. Las cosas van cambiando y lo que te encuentras hacia adelante también hace cambiar lo que ves hacia los lados.
A pesar del día, había mucha gente paseando o bien sentados en los bancos de madera y concreto que se sitúan a los costados de los tres caminitos a lo largo. Curiosamente, los rostros parecían estar invadidos por el tono grisáceo de la luz del sol teñido por las nubes aparentemente inmóviles que se habían apoderado del cielo. Las parejas miraban hacia adelante, mientras que en los días luminosos, se miran entre ellos. Otros caminaban, tomados de la mano, en silencio y expresiones de seriedad y concentración. Eleanor Rigby me resonaba en la memoria: “Ah, look at all that lonely people. Where do they all come from? All this lonely people. Where all they belong?
Por eso, entrecerré los ojos y adelanté el rostro cuando la vi aparecer. ¿Era rubia? Más que eso, era un pelo dorado. Sospeché un teñido que falseara la imagen. La seguí con la vista durante el lapso necesario para convencerme que efectivamente ese pelo ere de verdad dorado, pero su tez, morena. Era joven, alta, es decir, de mi propia estatura, (que a pesar de mis seis décadas, sigue siendo sobre el promedio) esbelta y muy bien formada. Me propuse la hipótesis de que era una joven y moderna jogger que tras la etapa de trote había bajado la velocidad y retomaba energías para volver a trotar. Pero no, no transpiraba y su vestimenta si bien ceñida, no era deportiva. Sencillamente caminaba lenta y relajadamente por el parque en el sentido exactamente opuesto al mío, de modo que dispondría de poco tiempo para observarla. Instintivamente comencé a silbar la melodía de la pieza de los Beatles cuando casi estábamos lado a lado. Torció la cabeza y sonrió.
-          ¿Te la sabes completa? – tenía una voz algo ronca, pero no oscura. Cautivadora, diría yo, que solo me permitía un camino: responderle directamente.
-          Ahá. Toda. ¿Cómo la conoces? No es para tu edad.
-          Los Beatles son para toda edad. “Ah, look at all that lonely people…” susurró melódicamente.
-          Eso es lo que hago: mira a tu alrededor. –
-           Venía pensando en eso cuando oí tu silbido.
-          Soy Carlos
-          Soy Ayelén
-          Mmmm. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Es mapudungun?
-          Es mapudungun. Significa Alegría.
-          Te viene. Te viene.
Nos habíamos detenido y repentinamente se produjo uno de esos silencios que si se extienden son incómodos. Sonreímos y encogí los hombros.
-          ¿Un café? – Fue tan espontanea mi invitación que hasta yo me sorprendí. Pero ya estaba lanzada.
Ayelén miró a nuestro alrededor y descubrió unas mesitas dispersas en la vereda al otro lado de la calle. Me miró sonriente y respondió afirmativamente moviendo enérgicamente la cabeza.
-          Ese parece un café poético. Si es allí, acepto.
-          No podría ser en otro lugar.
Pidió un cortado grande y una media luna. Yo pedí un capucino con crema. La volví a mirar apreciativamente. Podía ser mi nieta. Me sentí algo ridículo. ¿Qué estaba haciendo con una joven desconocida en un café desconocido del Forestal?
-          Te llamas Carlos. Significa fuerte. Es un lindo nombre, me gusta.
-          ¿Y eso cómo lo supiste?
-          Mi viejo es alemán. Es un nombre de origen germano. Pero dime ¿Qué haces?
-          Escribo. Y camino por el parque de vez en cuando. Miro a la gente: busco temas en ellos.
-          ¡Qué bien! ¿Necesitas una ilustradora de…? ¿Qué escribes? – Ayelén era espontanea, sin duda. – Soy impulsiva ¿sabes? Pero además, porfiada. ¿Crees que sea una buena mezcla?
-          Toda mezcla es buena si es auténtica. No hay problema.
-          Bueno – lo dijo asintiendo – me gusta ese refuerzo. Y no sé por qué me encanta que me refuercen mis rasgos – agregó con un tono de ingenua sinceridad. Pero, dime, ¿qué escribes?
-          Cuentos y una larga novela que me ha llevado algunos años de batalla para terminarla.
-          Bueno, yo soy ilustradora, es decir, estudio Artes. Pero mis dibujos me nacen desde hace años, antes del Colegio.
-          Tengo cuentos para ilustrar, pero ¿puedes darme una idea de tu estilo?
Tomó una servilleta. Sacó un lápiz de tinta gel azul brillante de un bolsillo de su ceñida blusa y en menos de un minuto, vi una imagen conocida en el papel: era yo, con una expresión de curiosidad, el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
-          ¿Así me viste? – Pregunté concentrado en la imagen.
-          Así te veo. Mirando curioso a tu alrededor. Así me miraste… eres inquisitivo, seguramente cada cosa que ves te trae preguntas a la mente… ese eres tú.
-          Te miré porque cualquiera te habría mirado como yo.
-          ¡Otro refuerzo! ¡Lindo! – Logró hacerme reir alegremente.
-          Soy inquisitivo – respondí – me hago preguntas, pero nunca encuentro las respuestas. Por eso escribo, para dejar testimonio de las preguntas. Me gustó tu caracterización. ¿Me regalas ese dibujo?
-          Te puedo hacer uno mejor y más grande.
-          No tendría frescura, quizás pueda ser mejor en la técnica, pero no en el impulso creador ¿sabes? Esa es la parte más potente del arte, el impulso inicial de la creación. Prefiero la servilleta.
-          De acuerdo, comparto tu idea. Pero, el arte es también esfuerzo, digo… dedicación y motivos, o no llega a ser buen arte.
-          Me sorprende el término. Explícate.
-          ¿Qué quieres que te explique?
-          Ese término: “buen arte.” Normativo, me preocupa.
-          No, no te preocupes, es como superarse a sí misma, a avanzar cada día más hacia lo que sientes que puedes lo que quieres expresar. ¿Cuántas veces revisas y corriges tus originales?
-          Cada vez que los leo los corrijo, los reordeno, los cambio y a veces, qué quieres que te diga, los quemo.
Ayelén tomó otra servilleta y tras unos esbozos me la pasó. Era yo a lado de una humeante fogata en que ardían papeles arrugados. La tomó nuevamente, realizó otros trazos y volvió a ponerla ante mis ojos: se había agregado ella a mi lado, mientras en la pira ahora se quemaba además una imagen enmarcada.
-          Tú y yo somos artistas ardientes. Quemamos lo que creamos para crecer y crear más. ¿Me explico?
-          No quemo todo, niña, quemo solo aquello que no me hace feliz de leer.
-          ¿Por qué me dijiste niña?
-          ¿Qué edad tienes?
-          24. ¿Te gustaría una respuesta como “no quemo todo, viejo lindo”?
-          Provocadora… mmmm. No me gustó la idea. Retiro la niña. 
Su risa nuevamente fue espontanea, cristalina y envolvente. Me obligó a sonreír mientras la seguía con la mirada, echada hacia atrás, derrochando alegría. Finalmente también me reí, pero volví a mi estado de seriedad, pasando en el retornó brevemente por  una sonrisa relajada.
-          A ver, Carlos, tenemos que avanzar en esto. Quiero leer al menos un cuento tuyo. Y mostrarte alguna de mis imágenes.
-          Para leer un cuento mío, tendría que llevarte a mi blog literario.
-          ¿Hay otros blogs? – Ayelén leía la parte oculta de los mensajes, los leía completos. Me gustó esa filosa habilidad y asentí con la cabeza.
-          Reflexiones, comentarios, otros, que no son tan importantes.
-          Mmmm. Esos los vamos a leer después. Me intimidan un poco.
-          Veamos – Saqué el celular y bajé uno de mis cuentos de vidas mágicas y se lo pasé.
Leyó atentamente, concentrada y expresivamente.
-          Me encantó. Me metí en la magia del cuento. Es impresionante, Carlos, puedo ilustrarlo, pero necesito reflexionar y probar, quizás tenga que quemar un par de intentos, no se….
Se rascó suavemente la barbilla, siempre mirando el equipo.
-          ¿Vives cerca? – En ese momento, sí, debo admitirlo, me sorprendí y la quedé mirando.
-          No hago nada, cálmate.
-          Estoy calmado. Y vivo a dos cuadras. Tienes las puertas abiertas. Pero ¿qué necesitas?
-          Solo más papel y tú, como buen escritor, seguramente tienes en abundancia. – Me miraba sonriendo y esa sonrisa era el complemento perfecto para su voz y sus ojos.
El camino fue alegre. Nuestra conversación era sorprendentemente complementaria en las ironías con que mirábamos la vida. Solo que ella era 40 años menor. Me pareció un ser de otro mundo quizás, que había logrado crear el mundo de sueños y juicios de la vida que a mí me había costado 60 años, tres matrimonios, cuatro hijos y 40 años de trabajo académico en la Universidad. 
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Tenía ante mí la imagen perfecta de la magia que quería retratar en el cuento: personas de la dimensión habitual de nuestras vidas que se encuentran en un mundo mágico que los destruye por no saber asumir otra dimensión de la vida y la cultura humanas. Ayelén era ferozmente perceptiva. Trabajó concentrada y en silencio. No tuvo necesidad de corregir, ni de destruir, solo mirar, de vez en cuando atentamente los miles de detalles explícitos e implícitos de la imagen para agregar algún otro trazo.
Serví un wiskhy sour para mí y le consulté que tomaba.
-          Leche – respondió. Sonreí y asentí moviendo suavemente la cabeza. Le serví un vaso alto de leche fría.
-          Dime… ese dibujo, esa imagen… ¿me puedes explicar cómo la lograste? ¿Puedes leer la mente?
-          Leí el cuento. Todo…
-          Si, ya lo vi. Lees todo, lo que dice y lo que no dice, el mensaje completo. ¿Es eso?
-          ¿Cómo lo supiste?
-          Ya lo hiciste, no lo adiviné, te vi hacerlo.
-          Eres observador, por eso escribes bien y tus temas son…  – dudó – son… tan humanos, tan hondos.
-          ¡Oye! Leíste un solo cuento.
-          Y ya sé sobre qué escribes. Me gustas.
-          ¿Te gusta lo que escribo?
-          También.
-         
-          Me gustas tú. Eleanor Rigby es una pieza que pocos conocen y menos interpretan. Y no tienes rollos… eres muy libre… me gustas por eso. Y lo que escribes tiene que ver con esa mirada de la vida y la gente. Te sales del canon…
-          Nos salimos, hay simetría…
-          Nooo, no digas eso… suena geométrico…
-          ¿Cómo lo calificarías?
-          No lo califiquemos… no te pongas escritor en este momento…
-          Alegría… me gusta tu nombre… te refleja…  – la tomé de la mano, la traje y la besé. Olvide la edad y todo lo demás…
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Se marchó en la mañana. Un largo beso y un abrazo fueros su despedida.
-          La imagen te la regalo, es tuya. No cobro derechos. – Volvió a reír cristalinamente y salió.
-          Te veré de nuevo.
-          Sin duda, pero no sé cuándo. Carlos: hombre fuerte. Me gusta tu nombre.
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Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. A veces quisiera haberla fotografiado, pero no tenía nada más que mi memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminan en el tiempo.

La Florida, 14 de Marzo de 2015

Wednesday, July 22, 2015

Borges



Es probable que Borges no sea un santo de la devoción de muchos que buscan denuncia de los males que aquejan la vida en común de los hombres. Eso es cierto.Sin embargo, no se puede decir que las descripciones que hace de las formas de convivencia, descripciones propiamente tales, sin tomar partido, sin juzgar, no son sino piezas maestras de la narrativa latinoamericana, unas piezas en las que aparecen no solo personajes en una trama apasionante, sino detalles costumbristas (¿Será el término apropiado?), motivos, conductas, relacionamientos y conflictos que reflejan la vida de la Argentina decimonónica y por extensión latinoamericana, con viveza extraordinaria. Quiero llamar la atención sobre un cuento en especial, que forma parte de "El Aleph", cuyo título es "El inmortal". Lo hago porque fué el causante de que un antiguo y dificultuoso proyecto mío, de esos que avanzan a tropezones semana a semana, mes a mes, pero nunca adquieren forma definitiva, finalmente se precipitara hasta convertirse en el primer cuento formal que logré escribir. Trata de la (para mi) insensata búsqueda de la inmortalidad, de la ilusión de la vida eterna, de la juventud mantenida con ayuda de alguna fuente de la juventud o un medio provisto por la ciencia. Ese tema lo estaba explorando en mi proyecto sin, como decía, lograr un resultado eficaz. Me llamó la atención una frase, que fué precisamente la que desató mi creatividad y me permitió llagar a un final satisfactorio (para mi) y concretar el cuento del que les hablo.

Esa frase, que me dió vueltas mucho tiempo y me impresionó fuertemente, es la que sigue: "Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal." (Borges, El Inmortal)

Ya pronto publicaré este cuento que ha tenido escasa suerte en los concursos a los que lo he presentado, pero, francamente, me sigue pareciendo un excelente cuento.Mientras tanto, los remito a una página con la biografía de Jorge Luis Borges y al cuento "El Inmortal

"http://www.literatura.org/Borges/"

"http://www.literatura.us/borges/inmortal.html"

El cuento que sigue es un trabajo que demoró un par de meses en llegar a su fin. Es una historia común, sobre seres comunes, en un mundo achatado, pero que mantiene vigente la esperanza. Son personas que viven en este país, post-dictadura. Marginales, solitarios, al borde de la miseria y que encuentran en el box un camino para salir de allí. Lo triste es que no son pocos los que viven así, muchos más que los que quisieramos, muchos más que lo que todo lo que hemos hecho en estos años, nos permite aceptar.

La dedicatoria merece una explicación: en 1999 o por allí, cayó en mis manos, creo que como regalo de cumpleaños, una novela más bien corta, con un título indefinible pero atractivo: "Cuarteles de Invierno". Debo confesar que no me llamó mayormente la atención, de modo que descansó durante un tiempo en mi escritorio, hasta que seguramente uno de esos Sábados aburridos, solitarios y sin perspectiva, la tomé para ver si podía llenar de alguna manera la tarde. No la solté hasta que llegué a la última linea y, desde entonces, la he releído al menos tres de veces.

Cuarteles de Invierno es la historia de un cantante de alguna fama (Galvan) y un boxeador venido a menos,(Rocha) caidos en un pueblo perdido en la pampa de la dictadura militar argentina de los 70, que luchan por mantener la dignidad y la vida, en medio de un ambiente podrido y temeroso. El relato es llevado por el cantante, pero el personaje es el boxeador, en su lucha feroz y sin cuartel contra el boxeador elegido por el Ejército para ganar el combate al que había acudido para ganarse unos pocos pesos.

Soriano - que falleció en 1997 - entendía de box. Era periodista y llevó antes de exiliarse en Europa, una sección de deportes. De otro modo, no habría podido sostener el relato del combate con tanta vitalidad.

Cuarteles de Invierno es una de las varias novelas de Soriano, todas excelentes. La dedicatoria es solo por Cuarteles... y por la tristeza de que un hombre con esa creatividad y esa mirada de la vida, se haya ido a los 54 años, quizás con cuantos proyectos sin concretar.

Despues de esta explicación, los dejo con el cuento:




Tercer Round.(Un cuento por Carlos Anríquez)
A Osvaldo Soriano
La luz del gimnasio era tenue e insuficiente para captar todos los movimientos de un combate por el derecho al título, pero era la única luz de que disponía el cuadrilátero del Club. El ambiente estaba impregnado de rechiflas con olor a “sánguches” de fiambre con ají y dientes cariados, que lo habían recibido al subir al ring y no cesaban. Los espectadores ese día habían ido a ver a su campeón sacarle la cresta a él, al rucio con cara de huevón pituco, al “cuico” que na’ que ver con ellos, para sentirse ganadores, dueños del triunfo y de los combos que lo destruirían. Querían que uno de los suyos ganara para sentir que tenían como propiedad un triunfo que no podrían lograr allá afuera. El moreno era responsable de pegar por todos ellos, que serían responsables a su vez de grita por él hasta quedar roncos, expulsando así todas las rabias y desengaños con que se sentían cagados por la vida.

Poca luz, muchas pifias.

Pero en el rincón estaba el viejo, mirando como hacía las cosas y haciendo que salieran bien. Bien significaba eso: bien. Golpes netos, exactos, demoledores, nada de mamporros, nada de combos al aire. Combos secos y precisos para echar al otro abajo lo antes posible. El viejo le había puesto como desafío ganar el título en el año y entrar en el ranking nacional para después ir por el título grande, el que valía. Y después.... el viejo le había llenado de sueños la cabeza. Le había dicho que tenía pasta de ganador y sobre todo, pegada de campeón.

Al frente, el moreno se movía como esquivando rectos, con la cabeza cubierta por el capuchón de un batín raído y brillante. Era más pequeño y más cuadrado que él. Desventaja. Pero tenía el favor del público.

- ¡Quítate la bata! - La voz del viejo era calmada, autoritaria. Era una voz que salía áspera y forzada desde la garganta. La había escuchado de otros antiguos pugilistas. Tantos golpes le dañaban el habla, los dejaban con la voz alterada. Pero el viejo sabía dirigir y entrenar. Le daba confianza. Se levantó y dejó que le desarmaran el lazo del cordón, para dejar caer la bata en manos del chico Sergio, aguatero, ayudante y "sparring" cuando era necesario. Miró al frente y el moreno estaba en lo mismo. Entonces solo hizo un movimiento con los hombros para activarse y levantó los brazos probando una posición defensiva. Una rechifla general siguió al movimiento.
- ¡Ya sabís, cuídate del cross y espera pa’l jab

No escuchó lo que les decía el arbitro. Miró fijo al otro, de arriba hacia abajo, como había visto a Sugar Ray Leonard en el video de la pelea con Mano de Piedra Durán. Sentía que así ganaría ventaja sicológica desde antes de entrar en combate. Sabía que tenía ventajas en esta pelea: brazos más largos, dos kilos más de peso.

Una morena carnuda y de minifalda brillante se desplazó por el ring llevando en alto un letrero con el número 1, anunciando que la pelea ya empezaba.

Sonó la campana y comenzó a bailar. Quería mantener alejado al contrincante, mientras este avanzaba seguro y agresivo para ponerse a la distancia más corta, con la guardia alta, tapándose la cara, igual que Durán con Leonard. Se echó atrás bajando los brazos y siguió bailando, invitándolo a golpear. Intuyó el primer golpe y retrocedió. El recto y el cross del moreno fueron al aire. Se dio cuenta que no podía arriesgarse a un golpe como esos. La gente aulló, pero los gritos se detuvieron bruscamente, frustrados. Se sintió más seguro: el chico pegaba fuerte, pero no podría alcanzarlo. Lanzó un recto con la izquierda y golpeó el guante del chico, que contestó con otro cross al aire, produciendo nuevos gritos cortados en pleno desarrollo. Ese era el momento que esperaba: el mangazo del chico le produjo un profundo sentimiento de ira y agresión, que lo embargó totalmente cuando lanzó el siguiente recto, seco al pómulo. El público quedó en silencio, mirando un moretón feo y grueso se extendió por la cara del moreno. La maldición de solo pensar o imaginar una derrota los enrabiaba más de lo que estaban con la vida. No querían más maltratos, querían ganar, aun cuando fuera vicariamente, en los cachos que el moreno colocaba con una violencia que nadie había logrado igualar.

Todos sabían que esa pelea era inevitable, que tenía que definirse quién era el mejor del lote. No había nada personal, solo una cuestión que surgía del atavismo de los combatientes. Pero también de las ambiciones y necesidades brutales guardadas en lo hondo de la conciencia de cada uno. Había solo un puesto de campeón, y entre los demás no había ninguno que les corriera. Los dos pegaban como mula. Los dos resistían los golpes más fieros y seguían peleando. La única vez que habían cruzado guantes habían sido en un entrenamiento y todos habían dejado de hacer lo que hacían para mirarlos. Y no pasó nada, porque se habían cuidado los dos y porque el viejo los había mandado a las duchas después de tres minutos. Pero quedó en el aire un olor a desafío, a cuenta por saldar, entre ellos y con el resto, que quería ver sangre, ver lona, ver KO.

Poco después, el moreno llegó a hablar con el viejo para decirle que quería tener a Amenábar como entrenador. El viejo no puso problemas, pero lo consideró más que una ofensa. Por eso ahora estaba total e incondicionalmente a su lado, sin duda alguna. Y se había esforzado en prepararlo como a ningún otro peleador del club.

Quedaron con sus nuevos sobrenombres desde que todos tuvieron claro que eran contrincantes por definición. Rucio, más alto y pelo medio castaño claro uno, más bajo, cuadrado y pelo moreno y casi motudo el otro.

- ¿Y vos qué hacís aquí?

El viejo estaba sentado en un taburete bajito, con los codos apoyados en las rodillas, echado para adelante. Su nariz quebrada, cejas gruesas y las innumerables cicatrices en la cara, denunciaban que se había demorado mucho en dejar el ring.

- Quiero boxear, señor – la voz le salió clara, sin temores.
- ¿Boxear, tú?
- Si señor, quiero boxear. – repitió.

El viejo lo quedó mirando, algo perplejo. Luego buscó alrededor y le hizo un gesto a uno de los muchachos.

El moreno se pasó la lengua por los labios, para retirar la mayonesa que se había quedado pegada.

- Y que estai haciendo vos aquí - preguntó, para después atacar con otra enorme mascada el completo que tenía en la mano.
- ¿Cómo, que qué estoy haciendo? Aprendiendo a boxear, puh huevón, qué más.

El moreno terminó de tragar el pedazo de completo que tenía en la boca, mirándolo fijamente. Luego volvió a preguntarle, pero marcando el “vos” y el “aquí” inequívocamente.

- ¿Me lo preguntai porque creís que soy cuico, no es cierto?
- Parecís cuico.
- ¿Sabís dónde vivo, cómo vivo?

El moreno lo miró en silencio, esperando que él mismo se contestara la pregunta.

- Pa’ que sepai, vivo con mi vieja y mi hermana en la Villa Los Nardos, en Puente Alto. La mitad del mes comimos al fiado y la otra mitad estamos sin teléfono ni luz.

Vió al moreno retroceder y armarse nuevamente, levantando la defensa y esperando. Lo peor que podía hacer. Lanzó otro recto, que chocó con los guantes, pero sacó de inmediato un cross con la izquierda de lleno en la nariz del moreno, que comenzó a sangrar, a sangrar y a sangrar. Parecía que nunca le habían dado un cacho tan fuerte. El silencio se hizo absoluto. Intentó seguir golpeando, pero el moreno se cubría muy bien, mientras trataba de reponerse del golpe que le había encajado. El instinto le decía que era peligroso avanzar y lanzar las manos de nuevo, así es que no le hizo caso al viejo, que le ordenaba en la esquina que siguiera golpeando para rematar la pelea allí mismo. Fuerte y directo. ¡Na’e vueltas!, así era el viejo y así era como quería hacerlo pelear ahora, para que después fuera por la pelea para entrar en el ranking de los diez mejores. Y después, el campeonato. Con esa envergadura debía tener el cinturón amarrado en no más de 6 meses.

Seis meses, tres peleas y el cinturón era suyo.

El moreno entró como rayo y disparó el jab que le dió de lleno en el ojo derecho, en medio de los aullidos del público. Se había distraído, aflojando los brazos y el chico entró en un segundo.

- ¡Chúpate ese, conche’tu’mare!, alcanzó a escuchar. – Comenzó un dolor maldito.

Recordó a Ray Leonard y se lanzó sobre el adversario con un recto de izquierda delante para trabar y amarrar. Lo logró pero a costa de una rechifla aullante y frenética del público, que seguía incondicionalmente al lado de su ídolo y le pedía terminar pronto la pelea. El moreno no podía moverse, apenas golpeaba los riñones suavemente.

- (¡Conche’suma! Más que me pifien, igual gano.)

Nuevamente escuchó la voz del viejo ordenándole salir y golpear. Acató la orden y se echó bruscamente atrás empujando con fuerza al chico. El árbitro le ordenó “atrás sin golpes” un segundo después. Saltó hacia atrás nuevamente y se puso en esa guardia del tipo Ray Leonard, con los brazos abajo, sueltos pero preparados para salir a bloquear o a golpear. Nuevamente el otro intentó entrar, pero esta vez estaba preparado y le dio con un recto de derecha, que lo detuvo en a la distancia apropiada para seguir golpeando, solo que cuando se preparaba para hacerlo, escuchó la campana.

- ¿Y tu viejo?

Esperó unos segundos antes de responder, como pensando qué decir.

- Mi viejo se murió.
- ¡Chuchas!
- Yo era chico. Si no es por las fotos, no me acordaría de él. Miro las fotos y trato de acordarme cómo era... y no me acuerdo pa’ na’. Mi vieja me cuenta... – se detuvo, mordió nuevamente el completo y lo mascó lentamente. El moreno se mantuvo en silencio, esperando que continuara su relato - Mi vieja me cuenta – repitió – que trabajaba en una empresa grande. Era capataz de una metalúrgica, ¿cachai?, buen billete, buena casa, todo. Hasta que la fábrica quebró y todos pa’ la calle, a la chucha.
- ¿Cuándo fue eso?
- Cuando recién había nacido yo. Ahí quedó cesante – Nuevamente un breve silencio para proseguir – Mi taita nunca más encontró trabajo. Nunca. Uno que otro pololito, no sé, diez lucas al mes: menos de lo que tú y yo ganamos en una pelea.

El moreno lo miraba en silencio. Había detenido su mascar el completo, esperando que el rucio continuara su relato.

- Se cargó al frasco. Cagó, ¿Me entendís? Cagó. No se acostumbró. Y un día se murió. Así, de un día pa’ otro. Y allí fuimos a dar a Puente Alto, donde vivimos ahora, todos cagados. Mi vieja apenas para la olla. Y me dicen cuico – Se rió con amargura.
- Tenís cara – le dijo el moreno.

El moreno había ido adelante todo el round, avanzando demasiado decidido y bien cubierto. Difícil entrarle, así es que tiró jabs para mantenerlo lejos, todos los cuales dieron en los guantes. Luego comenzó a bailar echando hacia delante y hacia atrás la cabeza, esperando que el chico deshiciera la guardia para entrar y tratar de rematar, pero no logró su objetivo. Algo pasó: el moreno se agachó más aún y levantó los puños, desconcertándolo. Repentinamente se levantó, saltando y lanzando un cross de derecha que le pasó a pocos milímetros del rostro. Sorprendido, se echó hacia atrás, pero el chico dio otro salto y lanzó otro golpe, ahora con la izquierda, y esta vez sí le dio, justo en el pómulo, haciéndolo trastabillar. El gimnasio se encendió en un grito ensordecedor. No retrocedió, a pesar de sentir el dolor agudo y palpitante en el pómulo golpeado y en la cabeza entera. Lo invadieron una furia incontrolable e irracional y un deseo primitivo de dejar al chico hecho “pebre”, pero en eso, oyó la voz del viejo que desde el rincón le ordenaba usar el recto. Era una clave que solo ellos conocían. Miró al chico que se aprestaba a lanzar otra derecha tan violenta como la que había recibido, y esperó el segundo. Cuando vio que desplazaba casi imperceptiblemente el hombro afirmó el pie y lanzó un recto con todo su peso y potencia, que pilló al moreno casi en el aire. ¡Allí estaba la técnica del viejo! Por eso iba a ser campeón. La nariz del moreno comenzó a sangrar nuevamente, mientras caía pesadamente a la lona. Agitó la cabeza y se apoyó sobre el codo, tratando de levantarse. El árbitro comenzó a contar, pero cuando iba en tres, sonó nuevamente la campana que salvó al moreno del KO.

Ahora sonaron algunos aplausos dentro del espeso silencio que rodeó la caída del moreno. Entonces entendió que podía volver al público, si no a su favor, al menos hacia el respeto por su box, por su técnica, por ser capaz de ganar en buena ley.

- Mamá, voy al gimnasio – lo dijo con una voz autoritaria, de hombre grande – pero preocúpese que la Gloria no salga a la calle. ¡No la deje salir!
- Tú sabís que la cabra esa no hace caso. Va a salir igual.
- Entonces le dice que si sale le voy a sacar la cresta, ¿Me oyó? ¡la cresta! Ya sabe, no la deje salir. ¿Qué quiere? – preguntó con rabia – ¿Que llegue a la casa con una guagüita, igual que la pendeja del lado? ¡No la deje salir. ¿Entendió?

Caminó enrabiado hacia la calle, mirando a su alrededor y odiando la villa en la que sentía que nunca debían haber vivido. Con tranco rápido, se dirigió al Gimnasio.

- ¿Y tú que decís? ¿Dónde vivís?
- Na’. Vivimos aquí cerca, con mi vieja.
- Bueno ¿Y tu taita?
- Lo echamos de la casa.

El rucio lo miró sorprendido.

- El huevón le pegaba a la vieja, hasta que un día le saqué la chucha y se fue. No volvió más.
- ¿Y nunca más lo hai visto?
- Nunca, ni me interesa. Era un viejo inútil y carajo.

El gimnasio nuevamente se había silenciado, aunque esta vez flotó en el ambiente un olor a admiración: este rucio era boxeador nato, un peleador duro y fiero. No había que hacerle caso a la cara o a la pinta: un boxeador que sabía hacer su trabajo como pocos. El moreno estaba sentado con la cabeza gacha, mientras Amenábar y sus asistentes le sobajeaban la espalda, le pincelaban los varios cortes en el rostro y le esparcían vaselina por la piel.

- Mira flaco. Tení’ una huevá que no tienen los flacos: pegai como mula. Y como soy más alto que los de tu peso, tenís ventajas que te va a ayudar mucho a ponerte el cinturón.
- Gracias, profe...
- ¡Como que gracias, huevón! No tenís que dar las gracias. No me gustan los huevones que dan las gracias.
- ¿....?

La voz del viejo, cuando se enojaba, temblaba más que lo que habitualmente lo hacía. Era una voz rasposa, como forzada.

- ¿Sabís lo que tenís que hacer?
- Dígame.
- Ponerte el cinturón. Ponerte el cinturón. Eso. No dar las gracias. Mira, ese chico que está ahora hueveado y perdiendo el tiempo con el conche’su madre del Amenábar, me daba las gracias todos los días. Me da lo mismo que me den o no las gracias: lo que no tenís que hacer es ser malagradecido y pendejo. – Estaba furioso, tanto que el rucio se mantuvo en silencio, a la expectativa. El viejo siguió: estaba muy dolido con lo que consideraba una traición del moreno. – Nunca se va a poner el cinturón, porque lo están haciendo engañarse. Le dicen que es el mejor, que nadie le resiste con esa pegada.

- Es que pega fuerte. Y aguanta más, puh profe.

Lo miró reconcentrado, como si fuera a descargar su todavía enorme ira y frustración contra el
rucio.

- Tu también pegai fuerte. También aguantai harto. No le tengai miedo.
- No le tengo miedo. – La respuesta fue rápida y segura. – Pa`ná. Nunca le he tenido miedo. Lo único es que cuando lo tenga en el ring, voy a hacer mi box, no me voy a ir de cachos a la primera. Yo voy a mandar.

El viejo lo miró, sonriendo.

- Viste: eso no se lo están enseñando al chico. ¿Y sabís qué más? Es una lástima, porque el huevón es bueno.
- Profe... – Se detuvo como si dudara - ¿Y si el moreno hubiera seguido con usted, qué habría hecho?

Reflexionó rascándose la barbilla llena de tajos y cicatrices.

- La pelea es de ustedes. Yo habría mirado, de al lado. No me habría metido. Pa’ ná. Tenís que ser leal. Y yo los tenía a los dos de pupilos. Después, ya estaría todo dicho: el mejor sigue adelante. El otro espera otro rato y vuelve a intentarlo, o se va.

Había llegado el momento en que tenía que salir a ganar. La campana sonó y el rucio se lanzó hacia delante, veloz, furioso, violento. El moreno sabía lo que venía y estaba preparado. Lo que siguió fue un intercambio que hizo que el gimnasio se encendiera. Ahora los aullidos del público, igual con olor a “sánguches” de fiambre con ají y dientes cariados, lo acompañaban también a él. Sintió la ceja inflamada y ardiente, mientras el chico sangraba por un corte en el pómulo y por la nariz. Tanto, que el árbitro hizo detener la pelea pidiendo la presencia del médico. Una rechifla acompañó la decisión: querían ver la sangre, no estancarla. Ahora entendían que cualquiera de los dos que estaban en el ring daban lo mismo: el ejercicio era botar la rabia, echar afuera la frustración y la ira contenida por tanta huevada allá afuera. Por los pendejos que se ponían a pitear en la esquina y que más tarde los asaltarían, por el sobre azul que los esperaba el Viernes en la tarde y los dejaba, sin explicación, una vez más en la miseria, por las micros repletas hasta las rechuchas cada mañana y cada tarde durante dos horas cada viaje, adoloridos y somnolientos: todo, todas las rabias podían salir si cualquiera de los locos que estaban destruyéndose por ellos en el cuadrilátero ganaba. Era lo mismo. Así es que cuando el médico confirmó que el moreno podía seguir después de limpiar la herida y ordenar que le aplicaran algo de desinfectante, los aullidos volvieron a elevarse impulsando a los boxeadores a la destrucción mutua.

- ¿Sabís? Tú y yo somos iguales. Tu también te estai jugando por tu vieja. – El chico hablaba con la boca llena, mostrando el bolo en que se había convertido el completo que mascaba.
- Es que si no las sacamos nosotros de donde está ¿cómo sale tu familia?
- Además que nos gusta agarrarnos a cachos. ¿o no?

Lo miró interrogativo, pero el chico estaba serio. Lo había dicho absolutamente en serio. No le respondió y caminaron un rato más en silencio, ambos mascando sus sandwiches.

- A mí no me gusta: lo necesito pa’ parar la olla.
- No vengai con huevás: te he visto pelear y te metís en la pelea hasta que el otro huevón está seco en la lona. Si eso no es que te guste, ¿qué es?
- No se.... – se quedó pensando en lo que la afirmación del chico – creo que así hay que hacerlo pa’ ganar. ¿Cachai? Si no, cagai.
- Mira flaco... llevo como cinco años en el gimnasio y me queda una huevá clara: si esta cuestión no te gusta, no estai aquí. Y a vos te gusta pegar. Te gusta pelear.
- Peleo bien.
- Cierto – afirmó el chico, mientras se limpiaba la boca con una arrugada y grasosa servilleta de papel. Se quedó en silencio. Luego sonrió levantando los hombros, dándose cuenta que ambos pensaron lo mismo: faltaba ver cual de los dos era el mejor, el más peloduro.

Sabía que si quería tener una probabilidad de ganar, tenía que ir adelante y entrar en la pelea corta. Se tenía confianza, y aunque el rucio era peligroso – todavía sentía los golpes del round anterior, en que lo había salvado la campana – nunca se había puesto en la posibilidad de ser noqueado. Se agachó y comenzó un juego de piernas que eran el anticipo de esos saltos felinos combinados con el cross de derecha, el mismo con que había golpeado tan bien al rucio en el primer round.

Pero no contaba con que lo estaba esperando: el rucio ya había aprendido que ese era casi el único golpe que tenía, mientras que él tenía una variedad de combinaciones con las que podía salir al paso de cualquier problema. Esperó al moreno calculando el segundo preciso, hasta que nuevamente vio que desplazaba el desde el aire hombro tan levemente que casi no se notaba, y lanzó ese recto demoledor que mandó al adversario directo a la lona, donde cayó ahora desmadejado, sin tratar de levantarse: simplemente se quedó botado de espaldas sin movimiento. Un silencio de muerte se hizo en el Gimnasio. Solo la voz del árbitro se oyó durante diez enormemente largos segundos, hasta que enderezándose, cruzó espasmódicamente los brazos dando por terminada la pelea.

¡Había ganado! Dio un salto de felicidad y levantó los brazos, mientras el viejo subía sonriente al cuadrilátero, abrazándolo. Lo que siguió fue una sola confusión, pero advirtió que se oían aplausos para el ganador. Ya no se percibía el ambiente hostil que lo recibió al inicio de la pelea.

Miró a su alrededor y logró ver al chico sentado en la banqueta de su rincón, mientras Amenabar le pincelaba los cortes. Estaba demolido, con aspecto de derrota y desconcierto. Se acercó hasta el rincón con dificultad, haciendo a un lado a los intrusos que poblaban el ring. Tomó al moreno por el brazo y lo hizo levantarse, llevándolo hacia el centro del cuadrilátero para levantarle la mano como triunfador. Una cerrada ovación celebró el gesto.

FIN.

Un viejo chico y cojo

Otra vez, el mágico mundo chilote se introduce en la vida de los visitantes. La magia es parte de la vida del chilote. Esa magia me impresionó desde la primera vez que estuve en una isla del archipielago. Fué mientras era universitario, en verano, en una isla interior, en la que, según la leyenda, el Caleuche fondeaba los primeros viernes de cada mes. La leyenda dice también que aquellos que osan mirarlo de frente, sufren graves castigos, incluso la muerte. Pues bien, los primeros viernes de cada mes, todas las casas de la isla se cerraban herméticamente, todas las ventanas tapadas y nadie en las calles. Realmente ellos vivian esa leyenda.

Nosotros tenemos nuestras propias leyendas modernas, bastante parecidas a las que hemos conocido en Chiloé. Por ejemplo, que la ciencia podrá, finalmente, darnos a conocer cómo funciona el Universo. Nosotros vivimos nuestra vida desde el nucleo mismo de esta creencia que tiene menos visos de realidad que la leyenda del Caleuche.

En este cuento, se mezclan estas dos visiones de la vida y el mundo. Les invito a leerlo.

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Aun no eran las siete de la mañana cuando Gloria despertó. Sin siquiera estirarse, dejó el saco de dormir vistiéndose con un pantaloncito corto y polera ceñida, sin temor al frío que la esperaba fuera de la carpa. Salió y se colocó las zapatillas al lado afuera, mientras paseaba la vista por el lugar. El sol no aun no salía, pero una muy tenue luz comenzaba a iluminar las copas de los enormes árboles, del camping vacío, excepto por ellos, tras lo cual tomó un recipiente y se dirigió hacia donde estaba el agua, siguiendo la flecha mal dibujada de un cartel de madera.
La camioneta corría por la carretera chilota hacia el sur, entre enormes bosques de cientos de colores verdes.
- ¿Flaca?
- ¿Mmmm? - Gloria miraba el verde del paisaje chilote, distraída.
- Llevamos un año pololeando. - Esteban la miraba algo ansioso.
- Un año - respondió Gloria, distraídamente, echando hacia atrás su cabellera llena de visos de colores.
- Y en todo este año, no ha pasado nada - Esteban volvió los ojos hacia el piso del "pickup" que saltaba de vez en cuando salvajemente, golpeándoles los glúteos. Su voz reflejaba algo de súplica. - Entonces, ya está bueno que pase algo. Quiero hacer el amor contigo. - Remarcó el "yo quiero" con un puño apretado golpeando el piso.
- ¿Por qué quieres hacer el amor? - Gloria lo miró un instante y volvió a mirar hacia el bosque que corría al lado de la carretera.
- P’tas la pregunta. ¡Soi’ desconcertante flaca!

Un pequeño torrente pasaba por detrás del terreno, escondido entre los árboles. Al llegar a la orilla, se detuvo unos instantes pensativa. Hacía frío. El sonido del riachuelo le hacía bien, la relajaba y le recordaba sonidos de infancia. Más allá seguían los árboles, cada vez más tupidos.

- ¿Dónde pasaremos la noche? – preguntó Gloria.
- Te estai corriendo – Esteban se sentía molesto, pero trataba de mantener la calma.
- No, estoy cansada y quiero descansar.
- Bueno, bajémonos por aquí. Le voy a avisar al chofer. – Se levantó dificultosamente y golpeó el techo de la cabina. El vehículo disminuyó la velocidad y se acercó a la orilla. Se detuvo justo frente a un pequeño y rústico camping, donde no había carpas instaladas. El sol bajaba rápidamente, mientras las sombras de los árboles se extendían sobre el todo el sector.

Se miró el cuerpo. Le gustaba, era uno de sus orgullos y se esforzaba por mantener la perfecta silueta que a todos llamaba la atención. Acostumbraba a usar cuanto sirviera para ello: gimnasia, tratamientos, dietas, "jogging", yoga ... y agua fría. Alguien le había dicho que mantenía tonificados los músculos, firme el busto y tersa la piel. Miró hacia el camping donde nada se movía. Luego escudriñó el bosque, como asegurándose que estaría en un espacio íntimo, tan privado como el baño de su casa. Después de todo, a pesar de la casi obsesiva preocupación que manifestaba por su belleza y atractivo, seguía sintiendo la necesidad de mantenerlos como un secreto que solo se insinuaban, nunca se mostraban a los demás, menos aún a desconocidos.

La carpa quedó instalada en pocos minutos sobre el terreno duro, húmedo y pedregoso del camping, obligándolos a gastar frazadas en establecer una carpeta más blanda y aceptable para ella.
- Gordo, mañana nos vamos a una pensión o a una hostería. Estoy cansada. Me duele la espalda en el saco de dormir. Sueño con una buena cama.
- ¿Cómo? Venimos a mochilear y "querís" irte a una hostería. ¿Sabís con qué es lo que sueño yo?
- Me lo imagino, pero por esta noche "vai" a seguir soñando. Me muero por dormir.
- No te "murai" antes de tirar conmigo.
- ¡Picante! ¡Eres un picante!
- Igual me "querí".
- Igual, pero "soi" tan picante a veces.
- Es que si no, capaz que sea el Trauco el que tome la iniciativa, loca.
- ¿El Trauco? – preguntó Gloria, tratando de recordar quién era el personaje que Esteban mencionaba.
- Es un viejo que se tira a todas las minas aquí en Chiloé. Son las más bonitas y tiernas de la isla y el viejo, que es más feo que la cresta, las seduce y se las tira. – Detuvo un momento la explicación, dio un suspiro y luego agregó – Yo quiero con una sola, viajo mil kilómetros y ni así. – Gloria no respondió a la indirecta.
La noche chilota los acompañaba con sonidos inesperados y desconocidos. Escucharon en silencio, hipnotizados por el azul profundo y mágico del cielo. Luego, entraron en la carpa y se instalaron en los sacos.

Nadie. Finalmente, se desnudó y comenzó a mojarse, echando el agua heladísima sobre la piel con el recipiente plástico, haciéndola brillar con reflejos de un sol lejano, que solo asomaba por encima de los árboles al Oriente. El intenso frío la hacía tiritar, pero siguió adelante.

- ¿Corazón? – La ansiedad se reiteraba en el tono de voz de Esteban.
No hubo respuesta.
- ¡Gloria!
- ¿Mmmmm?
- ¿Sabes que vinimos para acá justo cuando cumpliste los 18 años? Ahora tus viejos no me pueden acusar de nada.
- Si sé.
- ¿Y por qué no ahora?
- Estoy cansada! , ya te dije.
- ¿Entonces mañana?
- Bueno, bueno, mañana.
- Chis. Parece que te pidiera algo tan jodido.

Hubo un largo silencio, al cabo del cual Gloria dormía profundamente. Esteban, en cambio, se mantuvo despierto por largo rato, mientras por encima del saco acariciaba las exquisitas curvas del cuerpo de la muchacha. Vencido finalmente por el cansancio y el sueño, terminó también por dormirse.
Repentinamente sobresaltada, dejó de echarse agua, mirando alrededor. Salió rápidamente del estero y sin más, se volvió a colocar el pantaloncito y la polera. Sentía que la observaban o que había alguien cerca.

- ¿Esteban? - Preguntó con voz insegura.
- Nadie contestó.
- ¿Esteban, eres tú?
Nada de nuevo. Silencio solo roto por los sonidos del bosque
- ¡Esteban, no bromees! ¡Me da susto!
- Esteban despertó y miró la carpa, notando de inmediato que Gloria no estaba. Se estiró y comenzó a vestirse para salir al frío chilote. Los rayos del sol que ya asomaba por sobre el lejano continente, iluminaban el camping ahora con mayor seguridad.

Preocupada y algo temerosa, Gloria tomó el recipiente y comenzó a caminar rápidamente hacia el camping. Al iniciar la marcha, la acompañó el sonido de un hacha golpeando madera. El sonido la confundió y atemorizó más aún. Apuró el paso.

Esteban buscó sus cosas de tocador, pero no las encontró. Volvió a la carpa, escarbando su mochila. Logró descubrirlas después de varios minutos. Salió nuevamente y miró algo desolado el camino hacia el agua. No pudo dejar de pensar que solo un día antes se había dado una exquisita ducha y que en realidad, nada había como un baño de verdad con ducha de suave agua tibia. Quizás Gloria tuviera razón en sus reclamos.

Cuando retornaba apresuradamente hacia el camping por el medio del bosque, repentinamente algo cayó delante, cortándole el camino. Pensó que era un animal y quiso gritar, pero alcanzó a ver que delante de ella, un viejillo enano y mal vestido salía cojeando. Lo miró como hipnotizada.

Somnoliento y de pié al lado de la carpa, vio salir a Gloria desde el bosque, despeinada y vestida con un pequeño pantalón corto y una polera sucia. Se acercó e intentó abrazarla, pero ella se escabulló y continuó caminando hacia la carpa. Molesto, Esteban se devolvió siguiéndola, pero ella caminaba más rápido cada vez, como si intentara dejarlo atrás. Entró en la carpa y se desnudó. Se deslizó en el saco y no tuvo conciencia del momento en que se volvió a dormir, ni de cuántas horas lo hizo.

El viejo la miraba en silencio y se acercó dificultosamente. Gloria lo vio acercarse, ahora sin temor. Pensó que podía defenderse: solo era cosa de agregar voluntad a la mayor estatura y fortaleza física. Pero no se defendió.

Despertó remecida por Esteban, que la miraba preocupado.
- Amor, despierta. ¿Estai enferma?
- ¿Mmmmh? ¿Qué pasa? – Miró a Esteban que la movía suavemente, preocupado.
- ¿Te sentís mal, flaca? Son como las doce y no te he podido despertar desde hace harto rato. Y dormiste en pelotas. Haberlo sabido.
- Sabes que estoy súper bien, pero soñé cosas tan raras. – Lo miró con expresión de sospecha por unos segundos. Luego, le pregunto, como si lo estuviera acusando - ¿Hicimos el amor?
- ¡Chi'", ojalá!
- Entonces soñé. Necesito ducharme.
- Sonamos, aquí no hay ni baño. Apenas una acequia más allá del bosque.

El viejo llegó a su lado. Nuevamente lo vio como un extraño enano indefenso e inofensivo, pero que crecientemente se le introducía en la conciencia y la voluntad. Se sentó suavemente sobre las hojas que tapizaban el suelo al lado del caminito hacia el camping, sintiendo cada vez más cerca un aliento bárbaro y excitante. La penumbra se hizo oscuridad completa mientras sentía una estaca ardiente intrusearla y liberarla de toda inhibición. El aliento jadeante y los quejidos de placer que escuchó en algún momento, eran suyos.

Esteban la miraba agachado. Lo miró y le tomó la mano. Luego apoyando la cabeza en sus rodillas, le dijo:
- ¿Sabes?… Me gustaría quedarme aquí todas las vacaciones.

FIN

La Florida, Santiago de Chile, Noviembre de 2002

No me digas que me amas.


El once de septiembre de 1973, dos días después del día en que se sitúa este cuento, las Fuerzas Armadas dieron un golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular, el más sangriento y duradero de la historia de Chile. Miles de chilenos fueron asesinados, cientos de miles torturados y encarcelados, varias decenas de miles debieron salir al exilio. Miles de familias aun cargan el dolor de estos crímenes. Nunca será suficiente la reflexión sobre qué nos llevó a esta dramática etapa histórica, sus causas y, especialmente saber de algún modo, qué habríamos podido hacer para evitarlo.

No me digas que me amas.
(Cuento)

Por: Carlos Anríquez Loyola

- ¿Me quieres?
- No, no puedo amar a un momio. No te quiero.
- ¡Estás loca! - La miró fijamente, entre irónico y molesto. - ¡Estás loca! - repitió - Además no soy ningún momio.
- No, loca no estoy. Estaría loca si aceptara amarte, estando las cosas como están.
- Ven vamos. - La tomó del brazo y comenzó a caminar. Ella lo siguió, dejándose llevar, mientras el sol de las cercanías de la primavera de 1973 los envolvía sin ganas y el verde del cerro se iba haciendo más y más tupido.
- Vamos hasta el árbol - pidió ella, con voz suave.
- Bueno, vamos hasta el árbol - aceptó él.

Tomaron un sendero medio escondido, que ya conocían bien y continuaron subiendo el Santa Lucía del domingo 9 de septiembre de 1973, lleno de parejas mapuches tomadas de la mano y con radios enormes, generalmente instaladas sobre el hombro del varón. Subían en silencio, hasta que ella, por lo bajo, comenzó a cantar.

- “¿Dimé donde vas morena? ¡ah!
“¿a las tres de la mañana? ¡ah!

Él seguía en silencio, escuchándola, mientras ella continuaba cantando:

- “¡Voy a la cárcel de Oviedo, oh!
“a ver a los comunistas,
“que los tiene prisioneros
“esa canalla fascista, ah!

Se detuvo.

- Estoy cansada, paremos aquí.
- Queda poco para el árbol - dijo él, como invitándola a seguir. Pero repentinamente se detuvo también, mirándola como hipnotizado.
- ¿Qué pasa?
- Quédate allí. No te muevas. - respondió, mientras tomaba la Minolta Reflex que llevaba colgada del cuello. Miró hacia el cielo interrogativo, apreciando con ojo experto la luz del lugar y arrugó el entrecejo. Había poca luz para una buena imagen, pero decidió asumir el riesgo.

Ella lo miraba entre sorprendida y divertida, aceptando coqueta la misión de modelo. Volvió a apreciar la luz y finalmente se situó a un par de metros del rostro de la muchacha, apuntando la cámara, mientras ajustaba luz y distancia del aparato, hasta conseguir la nitidez deseada.

- ¿Y yo qué hago? - preguntó ella.
- Nada. Quédate tal como estás. No te muevas - dijo mientras disparaba varias veces el obturador. Se enderezó totalmente, poniéndole boquilla al lente de la cámara. - ¡Ya! , podemos seguir nuestro camino y tú cantando tus canciones comunistas.

Ella continuó en el lugar en que había posado, mirándolo fijo y en silencio por unos largos segundos.

- ¿Sabes?

Él se volvió y se quedó mirándola.

- Yo... podría amarte, si estuviéramos al mismo lado del proceso. – seguía mirándolo fijo y muy seria - Tú me das paz, me haces sentir bien. - Lanzó una carcajada al aire y continuó - Como dice Manzanero: “Cuando estoy contigo...” - entonando la melodía - pero hoy... estamos en lados tan distintos. ¿Me entiendes?

- No, no te entiendo. Estás al lado mío. Aquí estoy yo y a menos de un metro estás tú, tal como hemos estado otras veces, acompañándonos, conversando, divirtiéndonos. Sabes que desde que nos conocemos, tú y yo sabemos que nos gusta estar juntos, que nuestra relación no es cualquiera: somos más que amigos. ¿Cómo quieres que te entienda ese discurso?
- No, no me entiendes. – Lo dijo con énfasis y molestia - Tú y yo ya escogimos nuestros puestos, tú no has cambiado en nada tu ideología desde que nos conocimos en la U. Yo estoy al otro lado, al lado del proletariado y su lucha, que es la lucha por un mundo mejor. Hoy día estás con la revolución o estás contra ella.

Miró hacia arriba y levantó las manos con cierta desesperación.

- Pero eso es forzar a las personas. ¿Me puedes decir cómo construir un mundo mejor sin respetar a las personas? ¿En qué mundo mejor dejan de ser importantes los sentimientos de los seres humanos de carne y hueso?

Ella lo miró nuevamente en silencio largos segundos antes de responder.

- Eres... sigues siendo, un pequeño burgués. La historia no se mueve por tus sentimientos o los míos. Se mueve porque hay conflictos, a veces despiadados, que se resuelven dialécticamente. Y en ellos siempre hay bandos de explotadores y de explotados. Nuestro deber es ponernos en el lado correcto: el de los explotados para que la sociedad cambie hacia un estadio mejor.
- Estoy de acuerdo en que debemos lograr un cambio que termine con la marginación y la explotación, el problema es cómo, cual camino que minimice los costos - dijo él, dudando un poco. - ¿Sabes?, prefiero seguir subiendo hasta el árbol, para continuar esta conversación. Vamos, dame tu suave mano proletaria.
- ¡Estúpido!, no te rías, te estoy hablando en serio. ¿Por qué te burlas?
- Disculpa, pero eres tan taxativa en tus afirmaciones sobre mi ubicación en el conflicto social, que no pude menos que recordarte que tú y yo venimos de donde mismo. ¿O no? - Le hizo un gesto amistoso levantando la cara suavemente.- Vamos, sigamos nuestro paseo, antes que se termine la luz.
- Por favor, deja la ironía de lado. Quiero tener un buen recuerdo de este paseo, ¿ya?
- Conforme, pero sigamos subiendo.

Continuaron trepando por el sendero escogido, hasta llegar a una pequeña explanada en la que habían un solitario árbol y un asiento de piedra. Desde el lugar se miraba sin obstáculos la Plaza Vicuña Mackenna y la aburrida Alameda del domingo. Se sentaron en silencio. Luego de un rato, él tomó la cámara y se concentró en fotografiar el paisaje urbano adornado por el árbol delante de ellos, mientras la luz comenzaba a flaquear. Finalmente, la miró y nuevamente acercó la cámara a ella, para sacar después de calibrar nuevamente la cámara, una serie de cuatro o cinco fotos.

- Van a salir algo oscuras, pero saliste muy bella, distante, pensativa y, ¿sabes? .... te veías triste.
- Lo estoy.
- ¿Qué té pasa?

No contestó la pregunta sino que, miró a su alrededor y preguntó:

- ¿Por qué te demoras tanto en una foto?
- Aun pensando que no me respondes la pregunta - dijo apuntándola con el índice - responderé la tuya: una fotografía, amiga mía, es un arte. No puedo sacarla corriendo, eso no se puede si uno quiere sacar una foto que valga la pena. Y cuando es un retrato, entonces tengo que llegar a tu alma, a tus sentimientos.
- A mis sentimientos - No era afirmación ni pregunta, solo parecía una reflexión, una introspección solitaria, distante.
- Si, a tus sentimientos: - se movió un paso hacia ella - tengo que ser capaz de ver algo que no se ve a simple vista. Y solo si tú y yo tenemos algo en común, si tu vida y mi vida se cruzan en algún punto, solo entonces podré comprender lo que emana de tu alma. Y en ese momento puedo obtener un retrato que te refleje bien, ¿me entiendes?
- Entonces, ¿te cuesta mucho encontrar mi alma, mis sentimientos?
- Tú sabes que no me cuesta.
- Lo que yo sé es que juegas mucho con las palabras. Lo que dices me suena tan hermoso, pero me da pena pensar que estás creando discursos pequeño-burgueses, que no asumen nuestra realidad en forma dialéctica.

La miró unos segundos y luego, bajando la vista, comenzó a juguetear con la cámara fotográfica.

- Cuando te escucho, siento que te enredas en discursos que dejan a las personas al margen. Por favor, no dejes que te consuma la despersonalización revolucionaria que te han predicado.
- ¡Qué te crees tú! - su rostro se había transfigurado y ahora se veía iracunda, llena de indignación. - ¿Por qué juzgas mis posiciones como si fueran caricaturas? Soy una persona... soy una persona que ha escogido un lugar en la lucha por un mundo mejor. Sigo teniendo sentimientos, tengo conflictos, me duele tener diferencias con los que yo quiero, con mis hermanos, con mis padres, contigo. Yo no sigo discursos, asumo posiciones, a pesar del costo que tiene para mí.
- Escúchame, no te estoy caricaturizando, trato de hacerte ver que llegas muy lejos con tu análisis de la realidad social: no puedes siempre transportarla al plano de las personas, anulando los sentimientos individuales. En el mundo real también deben imponerse los sentimientos, los buenos sentimientos de cada persona. Lo que te digo es que sin ellos, no es posible crear ningún mundo mejor, estés donde estés - Se detuvo respirando hondo, como si estuviera cansado. Se quedó mirando el árbol y continuó - Yo también asumo posiciones, también quiero crear un mundo mejor.
- Pero tú estás en el lado equivocado.

Se quedaron en silencio. Ella se levantó y caminó hasta quedar a su lado.

- ¿Te puedo hacer una pregunta?

La miró e hizo un gesto de indiferencia con los hombros.

- Si el conflicto político llega a transformarse en conflicto armado, ¿de qué lado vas a estar?
- ¡Dios!, ¡qué pregunta! – dijo con un asomo de indignación y moviendo la cabeza de un lado a otro, con incredulidad. - Estoy en el lado de los que no quieren un conflicto armado. No tengo que tener bando en un conflicto así.
- Yo creo que tomaste partido. – Lo miraba fijamente – Que hiciste tu elección y que vamos a estar en lados opuestos.
- Mira, observa esa avenida. – Le indicó la Alameda - Qué ves?
- Una avenida donde se reúne el pueblo para celebrar sus triunfos – dijo ella con fervor.
- Bien, yo veo hoy solo una avenida, por la que se desplazan micros y autos. Pero hace dos días atrás, estaba llena de adolescentes armados de linchacos, de lanzas y de hondas. atacándose unos a otros. Por un lado el MIR y la UP. Por otro los secundarios y la derecha. Una locura. – Se detuvo, haciendo un gesto como para cubrir todo lo que se veía desde allí – Lo que te digo es que si las personas de buena voluntad no lo intentamos ahora, ¿Cuándo podremos realmente construir ese mundo mejor? ¿Dejar que los niños sigan atacándose unos a otros? Así no se construye nada bueno, ningún mundo nuevo.

Nuevamente reinó el silencio, solo perturbado por el ruido lejano de los vehículos que se desplazaban por la Avenida y las calles circundantes.

- ¿Sabes?, Piensas y hablas tan bien y ... eres tan porfiado – Lanzó una fuerte carcajada y le tomó la mano – que muchas veces he pensado que serías un peligro para el proceso. Y eso te llevaría inevitablemente a enfrentarte con las fuerzas revolucionarias. Quizás llegarías al paredón.
- Al paredón, igual que en Cuba. – dijo él.

Se rió nuevamente, ahora con menos fuerza, sin alegría. Le acarició la frente, mientras agregaba:

- Y si estuviera yo en el pelotón, te dispararía a esa cabezota dura que tienes. Seguro que la bala rebotaría.
- ¿Por qué a la cabeza? – La afirmación de la muchacha lo había desconcertado.
- Porque tu corazón es capaz de amar. No quiero destruirlo. Quiero que lo mantengas intacto. Pero tu cabeza, además de dura como piedra, razona mucho, crea discursos hermosos y atractivos, que te llevan a lugares equivocados. Tú deberías estar de este lado, no allá, donde estás ahora.
- Donde he estado siempre. Pero, con tu broma me confirmas que estás involucrada en una especie de locura colectiva. Tú prefieres hasta destruir a alguien que amas siguiendo lo que tu ideología te dice. Me parece que sigues a esa manga de huevones que hacen discursos con el puño en alto. Por cierto, ellos no están en la trinchera, ensuciándose.

Nuevamente ella se transfiguró, mostrando la indignación que una acusación tan dura le producía. Pero logró contenerse, para responder con toda la calma que logró reunir.

- No hacen solo discursos. Están dirigiendo un proceso revolucionario, un giro en la historia. ¿No ves?

El sol había teñido de rojo las nubes que se agolpaban hacia el poniente y los arreboles acompañaban la conversación. Sin dar explicación, tomó la cámara y tan rápido como pudo, sacó una última foto hacia el horizonte.

- Parece un presagio de lo que vendrá. – Avanzó un paso para situarse al lado de él.
- Hoy estás terrible. ¿Me quieres decir qué te pasa? Procesos que te hacen matarme, nubes rojas que presagian el futuro. ¿No será mejor que te quedes un buen rato en silencio y dejes que esos sentimientos negativos se vayan?
- Abrázame, tengo miedo. – Había cambiado. Ahora se veía desvalida, angustiada, sin más argumentos que sacar a luz.
- Ven – dijo con dulzura.

Ella apoyó su cabeza en el hombro, mientras él la apretaba con un brazo y le acariciaba suavemente la mejilla con la mano libre.

- Me asignaron una casa de seguridad para cuando venga el golpe – lo dijo sin inflexión ni énfasis, solo parecía un comentario.

La miró sorprendido y preocupado.

- Lo dices como si el golpe fuera un hecho.
- ¿Tienes alguna duda?
- No lo sé. Es probable, pero nadie sabe bien qué va a pasar.
- ¡Abrázame! - repitió ella, en un tono que era a la vez súplica, orden y deseo – Tú me das seguridad, quiero tenerte cerca.

Estuvieron largo rato, ella apoyada en él, mientras él la abrazaba con ternura y le acariciaba el cabello. Así se hizo oscuro y decidieron comenzar el regreso. Salieron al camino y avanzaron en silencio.

- ¿Te puedo pedir algo? – No se detuvo para hacer la pregunta, solo le tomó la mano con fuerza.
- Por supuesto – respondió el muchacho – Pide y se te dará, dice la Biblia.
- Llévale esas fotos a mi mamá si me pasa algo.

Él se detuvo bruscamente, haciendo que ella también se detuviera.

- Dejaste el ánimo rojo y ahora pasaste al negro.
- Ya te dije: siento mucho temor por el futuro.
- No eres la única. Este es un país llenos de miedos. Todos, quien más, quien menos, sienten temor por el futuro.
- ¿Tú también?
- No tanto por mí mismo – respondió después de analizar sus sentimientos por unos instantes – Soy demasiado insignificante para que me pase nada. Siento temor por los que quiero, por este país cada día más enloquecido, más violento.
- Podría responderte con una frase revolucionaria: “La violencia es la partera de la historia”, pero no la usaré esta vez, porque ¿sabes?, también me angustia la incertidumbre y la violencia.
- Yo... estuve mirando la marcha de aniversario de la UP el martes pasado. No te estoy mintiendo ni quiero joderte: todos los rostros se veían tristes, temerosos, preocupados.
- Me pasó lo mismo. No solo lo viste tú.

Nuevamente quedaron en silencio mientras reanudaban la marcha, ahora tomados de la mano. Pasaron por el Jardín Japonés, para comenzar a caminar por Victoria Subercaseaux hacia Merced. En uno de los muros se desplegaba un letrero pintado, lleno de colores e imágenes, con un “NO a la Guerra Civil”.

- Vamos, te invito a ese cafecito de Villavicencio. Quiero estar un rato más contigo.
- ¿Solo un rato?
- ¿Tenemos alguna otra posibilidad? – preguntó él – ¿No me dijiste que no es posible estar juntos?
- ¡Tonto! – se acercó, le tomó la cara con las manos, juntó su frente con la de él, y continuó – No la vida, pero sí una noche. Quiero estar contigo antes que suceda lo inevitable.

Aunque tomado por sorpresa, reaccionó rápidamente, abrazándola y apretándola contra él, mientras buscaba sus labios.

- Pero, por favor – pidió ella – no me digas que me amas. No lo soportaría.
- Y tú, no hables del proceso ni de la propiedad de los medios de producción. Tampoco lo soportaría.

Lanzaron una carcajada simultanea y se abrazaron fuerte.

- Aquí cerca hay un lugarcito que acoge amantes furtivos. ¿Aceptarías esa invitación?
- Eso es lo que quiero: que me invites de una vez.

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El ruido de la ducha lo despertó. Echándose una sábana alrededor de la cintura, salió de la cama y caminó hasta el baño. Una vez adentro, asomó la cabeza a través de las cortinas de la ducha. Ella lo miró algo sobresaltada y le sonrió.

- ¿Cómo está? – Había desaparecido el tú que mantiene distancias y aparecido el usted que acerca a los enamorados. - Dígame: ¿sigue pensando dispararme a la cabeza? – Era una broma, que pedía un refuerzo algo infantil por la noche juntos, aunque también lo situaba a la defensiva.
- Escúchame, sigo pensando que estamos en bandos opuestos. – dijo ella con seriedad mientras se pasaba las manos por la cara, limpiándola de espuma - Eso es un hecho que no ha cambiado ni cambiará. Sigo pensando que tú deberías estar a este lado, pero no lo estás. – Por su rostro caía el agua, impidiendo ver cómo los ojos se inundaban de lágrimas – y no sabes cuanto te voy a necesitar en lo que viene – La frase terminó en un suave sollozo.
- ¿Y aun así crees que no hay posibilidades para el amor?
- Te pedí que no me hablaras del amor... ¡No me digas que me amas! – dijo enojada y en tono más alto.
- ¡Y yo te pedí que no me hablaras del proceso!
- No te estoy hablando del proceso: ¡te estoy diciendo que no hay posibilidades históricas para nosotros!
- Entonces dices que, ya que no pienso como tú, y según tú soy momio, no puede haber nada entre nosotros.
- Nunca he dicho que nada. - Su tono había cambiado y ahora era suave y dulce - Estamos los dos aquí y eso es mucho más que nada. ¡Así es que no me digas que nada! Lo que me llevo de ti lo tendré para siempre, pase lo que pase. ¿No entiendes?
- ¡Por Dios! ¿Por qué te parece siempre que no entiendo? – Caminó al dormitorio tomando de paso una toalla para secarse el pelo, totalmente mojado por las salpicaduras de la ducha. Al llegar a la puerta se volvió, mirando cómo ella se colocaba sobre el cuerpo una gran sábana de baño con el nombre del hotel estampado en una esquina. – Te entiendo: – Dio un paso hacia el dormitorio, pero antes de ingresar al mismo, se devolvió hasta ella abrazándola. – tú también me haces sentir bien. Quiero tenerte a mi lado; ojalá pudiera tenerte para siempre. Lo único que lo impide es tu obcecación ideológica que te hace repetir una y otra vez que no se puede - Hablaba sin enojo, en voz baja, casi susurrando.
- No, no se puede. Ya lo sabes. - Lo abrazó - Además, estás faltando a la promesa de no hablarme de amor. Voy a ser sabia y solo te voy a decir que prefiero disfrutar de momentos como este mientras se pueda. ¡Bésame! – La orden fue a la vez sensual y terminante, sin dejar posibilidad de seguir hablando.

Estaba aclarando cuando salieron del hotel. Caminaron sin hablar, tomados de la mano, hasta el céntrico edificio donde ella vivía.

- Aquí termina nuestro paseo.
- Llámame – pidió.
- En la semana – respondió él, besándola en la mejilla primero y luego en los labios.

Retrocedió estirando el brazo para retenerle la mano, hasta que la distancia los obligó a soltarse. Lanzó un último beso, se dirigió a la vieja citroneta estacionada frente al edificio y, con estrépito de latas, se alejó por la calle hacia su hogar. Miró por el retrovisor y pudo contemplar por última vez su silueta en la entrada del edificio, mirándolo.


La Florida, Santiago de Chile, Enero de 2004

¿Recuerdas cuando bailamos “Georgia on my mind.”?

Este es un cuentito muy simple y quizás demasiado juvenil. Pero me gusta, porque me recuerda momentos hermosos vividos en mi juventud, no solo por mi sino por muchos de los amigos con que compartíamos esa etapa. Lo dediqué, como ven, a Ray Charles, que en ese tiempo había fallecido. 


( A Ray Charles, cantante y pianista eximio, creador de tantos ambientes para el amor, recientemente fallecido)

Te vi desde lejos y no quise acercarme. Más aun, me deslicé tras una columna para evitar que pudieras verme y aprovechando que ya caía la tarde, volví a la casa, reflexivo y silencioso, embargado por el pasado, para sentarme en mi sillón favorito, con un vaso de buen vino. Sin dejar entrar ni ruido ni luz desde el exterior, instalé a Ray Charles en el equipo de música interpretando con su aguardentosa voz, esa maravilla que es “Georgia on my mind” y me dejé llevar por la dulce y lejana música que bailamos apretados, tierna y eróticamente, “chic-to-chic”, con luz casi inexistente tú y yo, a esa hora en que la fiesta expiraba lentamente cuando todos dábamos curso al juego del amor y el deseo.

“Georgia, Georgia.... 
the whole day thru...
just an old sweet song....
keeps Georgia on my mind...”
(“Georgia, Georgia, 
todo el día...
solo una antigua y dulce melodía...
mantiene a Georgia en mi mente...”)

La voz rasposa, como de enfermo de faringitis, de Ray Charles cantando el “Georgia...” lento y suave, creaba el ambiente perfecto para el amor adolescente del que estábamos tan cargados. Tan simple, tan ingenua, acompañado por un piano lánguido y un coro escaso, va dándole un impulso feroz al romanticismo y al deseo de los que, por supuesto, con mis escasos 16 años era incapaz de huir. Menos aun si estaba cada momento más cerca de ti, sintiendo más y más tu calor, ese calor que desde tiempo atrás estaba loco por sentir.

Claro, como todas las fiestas, esa partió con frenéticos rocks que tú y yo bailamos en el centro de la pista: estilo, arte, cadencia, coordinación – fuerza, por sobre todo fuerza – como la que aportaba la furiosa música de Elvis, de los Ramblers, de Little Richard – el mismo “Tutti Fruti”, que después se transformó en predicador – de Peter Rock, de la Brenda Lee y de otros que ya el tiempo se ha encargado de sacarme de la memoria. Pero esa era una etapa de la fiesta, que bien visto, poco importaba, porque la meta era – como todos sabíamos – llegar a los abrazos cálidos, plagados de besos y deseo, cuanto más mejor. El rock dominaba las tres cuartas partes de la fiesta, hasta que los dados estuvieran lanzados y cada cual supiera cual era el destino de su apuesta.

Por ese momento comenzaban a aparecer cada vez con más frecuencia los lentos: boleros de José Alfredo Jiménez, de Silvinho, los orquestados de Bert Kaempfer y los blues de Ray Charles. Antes o después, los cuerpos terminaban por apretarse, las mejillas se iban pegando y los labios eran la última prueba de triunfo de nuestra apuesta. Algunos apostaban entre ellos. Otros “moríamos pollo”, sin más que disfrutar para con nosotros mismos nuestro triunfo. Yo no me sentía con derecho a contar ni hacer comentarios de lo que sucedía con las minas con las que atracaba. Menos a apostar nada. Más si entonces era (y todavía soy) un romántico incurable, apasionadamente enamorado de cada polola que tenía. 

Esa vez no aposté nada, ni siquiera conmigo mismo, porque eras tres años mayor, llena de mundo, sofisticada, hermosa, segura. Yo, ni en mis más afiebrados sueños, creía posible alcanzarte. Pero me dispuse a no a rendirme sin luchar, por pocas que fueran las esperanzas. Porque algunas esperanzas había: solo un par de miradas en que nos sorprendimos, palabras y bromas que podían no ser más que eso: palabras y bromas, pero suficientes para tener alguna esperanza.

“Talkin' 'bout Georgia
I'm in Georgia.
A song of you comes as sweet and clear
as moon light through the pines” 
(“ Hablando acerca de Georgia ...
estoy en Georgia 
una canción tuya 
viene tan dulce y clara...
como la luz de la luna a través de los pinos...”)

La música, el estilo, y sobre todo la altura de la fiesta y la oscuridad la hacían fenomenal para acercarme a ti, porque ya llevábamos toda la noche bailando. Yo había establecido esa suerte de tenue propiedad que se establece en una fiesta cuando alguien se empareja, qué se yo, cuando es evidente que se gustan, que quieren estar juntos. Por supuesto, fuiste más tú la que tomó la decisión de estar conmigo, que yo de estar contigo. Es decir, yo estaba sin alternativas: si tú hubieras aceptado solo un par de las varias invitaciones a bailar que recibiste, si te hubieras negado a seguir bailando conmigo, o puesto mala cara por mi insistencia, yo quizás me habría sentido derrotado. Pero no fue así y cuando llegó el momento de la música suave, de los boleros y los “blues” ya era tan natural estar contigo, que no tuve dudas de que tú también querías estar conmigo. 

Así es que pasamos por José Alfredo Jiménez, por Silvinhno, por Bert Kaempfer, un par de blues de Ray (They say Rubi, you are like a flame...), hasta que a fuerza de cercanía te besé y respondiste a mi beso. 

- ¡Crestas! - Pensé – Este beso era mi mejor sueño hace 24 horas.

“Georgia, sweet Georgia,…” repetía Ray.
(“Georgia, dulce Georgia...”)

El cuarto restante de la fiesta transcurrió con tanta velocidad que, por cierto, no la sentí y apenas lo recuerdo como una sucesión de besos cada cual más exquisito, de piernas rozándose, de vientres apretados, de sensual locura adolescente. Tú eras exquisita y tus besos, más aún. 

Habitualmente, terminada la fiesta, salíamos en masa y caminábamos agrupados, cada pareja de la mano o abrazada. Pero en la puerta, al momento de la salida, me deslizaste al oído que tus papás estaban en Santiago y estabas sola. Por lo tanto, cuando llegamos a tu casa, yo también me despedí, en medio de los casi soeces gritos del grupo y seguramente la mirada cargada de envidia de los apostadores, me quedé contigo, saltando de deseo y tratando de elaborar un plan de contingencia, que no me dejara literalmente mal parado.

- Hace frío – me dijiste – Entremos. 

Ese “entremos” me pareció el inicio de otra fiesta, la mejor de mi vida. Pusiste música lentita. Nuevamente rocks lentos, boleros y blues, también Ray Charles cantando “Georgia on my mind”, todo lo necesario para bailar apretados, llenos de besos y caricias, cada vez más excitados, hasta que necesité sentarme contigo al lado, abrazada, tierna, dulce y erótica. La primera vez, mi primera vez, fue en un largo sofá, amplio pero incómodo. Así es que después tú misma me invitaste a la cama de tus papás. 

Salí temprano de tu casa y llegué tarde a la mía. Como siempre, mis viejos despertaron con solo oír la puerta y fui llamado a dar cuenta de mi tardanza. Mi viejo fue más perceptivo y me mandó a dormir “para reponerme” después de oír un par de disculpas mal hilvanadas porque no estaban en los planes de contingencia.

El día siguiente era Domingo. No te vi en la Iglesia ni en el paseo de la Plaza. Te llamé, pero no contestaste el teléfono. Y el Lunes te busqué después del Colegio, pero tampoco pude verte. Por cierto, la ansiedad me volvía loco, tal como me tuvo durante los tres días siguientes, en que no apareciste por ningún lado. Hasta que me llamaste tú misma por teléfono, para pedirme que por favor no contara lo que había pasado entre nosotros, porque ... bueno ... en esos días llegaba tu novio desde Santiago.

Como entonces tenía 16 años y ahora tengo muchos más, no temo confesar que tras tu llamada me derrumbé y lloré un largo rato. Me encerré en mi pieza, en mí mismo, y el que no fue visto durante los días siguientes fui yo. No podía dejar de pensar en ti, en tus besos, en tu cuerpo, en la noche juntos y en lo absolutamente enamorado que salí de tu casa para caminar como volando en la madrugada rumbo a la mía. 

“Other arms reach out to me
other eyes smiled tenderly
still in peaceful dreams I see
the roads leads back to you.”

Resonaba el triste “blue”
(Otros brazos me acercaron 
otros ojos me sonrieron tiernamente,
aun en los sueños llenos de paz veo
los caminos que me llevan de vuelta a ti.”)

Entonces la más perceptiva fue mi madre, que entendió que algo pasaba con mi corazón. Y me recomendó simplemente esperar, aceptar que el tiempo puede arreglar las cosas – “incluso las más tristes” – me dijo. 

Me sequé las lágrimas y decidí salir nuevamente a la luz. 

Por supuesto, me flaquearon las piernas la primera vez volví a verte, pero juntando todas mis fuerzas, te saludé con una sonrisa tranquila y resignada y seguí mi camino, mirando al frente, enfermo de ganas de devolverme, de mirar atrás, de decirte que estaba enamorado hasta los pies de ti. Pero algo en mí me detuvo y no lo hice. Solo me puse a silbar suavemente “Georgia on my mind...”, la misma la melodía que estoy escuchando hoy.


FIN

La Florida, Santiago de Chile, Enero de 2004